“Dentro de ti tu edad
creciendo,
dentro de mí mi edad
andando.
El tiempo es decidido,
no suena su campana,
se acrecienta, camina,
por dentro de nosotros,
aparece
como un agua profunda
en la mirada
y junto a las castañas
quemadas de tus ojos
una brizna, la huella
de un minúsculo río,
una estrellita seca
ascendiendo a tu boca.” 

– tomado del poema “Oda al tiempo” de Pablo Neruda

 

(Capítulo 3)

… en algún presente … 

 Dos (2) meses habían pasado desde el año nuevo, y este dos mil dieciséis (2016) seguía pareciéndose mucho al anterior, mas sin embargo seguía escuchando a muchos comentar de cómo este sería el año en que todo cambiaría para ellos, para mejor. Una de las tantas cosas que escuchaba, causándome una gracia burlona, era lo de como finalmente su suerte cambiaría, sacándose ese boleto de lotería que les permitirá cumplir todos sus sueños: el viaje a Europa, comprar esa casita de ensueño, el “voy a dejar de andar a pie, me voy a comprar el carro” y por ahí se iba la cosa. 

Foto por Carlos G. - Rep. Dom.

 

Recuerdo que recibí el año como muchos años anteriores… trabajando. Uno de mis locales había sido rentado para una fiesta de fin de año. En horas de la tarde estuve revisando los últimos detalles de la logística de la comida, bebida, limpieza, decoraciones y seguridad. Así como las mesas especiales de aquellas familias que habían optado por el “VIP”.  La señora Giovanni de González, sus amigas le decían “Gigi” de cariño, había sido la diseñadora. Había reservado una de las mesas principales para ella y sus invitados, como parte de sus honorarios, sin contar con el cheque de suma significativa y pintorescamente alta. No solamente era reconocida nacionalmente, si no que había colaborado en las renovaciones y el “rebranding” de mis restaurantes hace unos años atrás. Todo tan elegante, con ciertos artefactos de diversión excelentes para la ocasión: antifaces, trompetas, tambores, güiras y panderetas en miniatura, carteles con el nuevo año y una sección de tema estratégicamente alejado de las mesas para no molestar a los más conservadores, para aquellos, jóvenes y adultos, que querían tomarse sus fotos de fiesta de fin de año. Lo cierto es que su trabajo valía cada centavo y la seguiría recomendado. Salí par de horas antes de la medianoche cuando todo parecía estar bajo control por el personal, con el compromiso de ir a la casa de mis padres, donde la familia estaba reunida para un nuevo año que brindaba tantas esperanzas para todos, con su consumo de uvas, su tradición de las maletas solo esperando el sonar de las campanas, fuegos artificiales, gritos, risas, ojos llorosos y una televisión con el canal de “Univisión” en “mute” mostrando el evento de “time square” de Manhattan que presentaba los artistas, la esfera gigante, millones de luces y millones personas, muchas de las mismas solo esperando darse ese beso en frente de las cámaras al momento que el reloj marcara las doce (12) de la media noche y los gritos con el “FELIZ AÑO NUEVO!”. Todavía mamá me reclama que nunca llegué, ya que pasé por mi casa para refrescarme y terminé quedándome dormido.

La rutina, con su peso de lo conocido, me había vuelto predecible. Muchos dirían aburrido, otros, un antisocial. Yo lo llamo metódico y con una estructura casi perfecta que me había garantizado el éxito en los negocios, viajes y otros antojos.

  • “No nos ha ido tan mal. ¿Verdad Duque?” – le decía mientras recibíamos la mañana en el “Bella Mia”.

Mi miraba con esa mirada de filósofo, o simplemente aburrido de escuchar preguntarle lo mismo en los últimos cuatro años juntos. Había dormido en el piso, como si su cama le había dado calor en la noche. Se estiraba mientras bostezaba, dejando al descubierto su lengua larga, extendida y su cola tomaba forma de luna.

Me miraba con cara de psicólogo, lo que se traducía a que se encontraba aburrido de escucharme diciéndole lo mismo en estos cuatro años juntos. Había dormido en el piso, como si su cama le había dado calor en la noche. Se estiraba mientras bostezaba, dejando al descubierto su lengua larga, extendida y su cola tomaba forma de luna.

  • “Ah! “viralata” de la mierda, tú qué sabes. Tu vives como un príncipe, ¿eh? ¡Qué buena vida, pendejo!”

Parecía que me había entendido porque me dio una de sus famosas miradas mientras el resto de su cuerpo seguía dándome la espalda, catándome uno de esos ladridos llorosos como si se hubiese ofendido, o me mandaba a callar… o simplemente quería que le diera su desayuno… cualquiera que fuese solo confirmaba que aquí el que mandaba era él.

La verdad es que Duque si era “viralata”, pero solo yo podía decírselo. Era un pleito seguro conmigo, si alguien se atrevía a mencionarlo en forma, despectiva, o de relajo en frente de mí; ya que era el perro más bonito, elegante, educado y amigable que podía existir. A decir verdad, siempre me habían gustado ambos lados de su árbol genealógico, por separado. Pero qué más da, una vez lo vi supe que este sería mi compañero de piso. Y esta mezcla de Pastor-alemán con Golden-retriever, que me llenaba el lugar de pelos, se adueñaba de mi cama y me daba “sermones silenciosos” no solo se había convertido en mi mejor amigo, sino también en mi mejor psicólogo. Mis padres lo adoraban, y el a ellos. Mi hermana decía que al fin había encontrado alguien que hablara mi idioma y mi hermano decía que Duque tenía una mirada con una tristeza eterna porque se había equivocado al elegir a su dueño. Yo trataba de devolvérsela diciéndole que “por lo menos el eligió, pero la familia es algo que no eliges, se te asigna y sin devoluciones”. En estas tertulias siempre ellos ganaban, y casi siempre terminaban en risas, y otras veces en esos consejos que sabes dárselo a otros, pero no te lo aplicas. 

Duque ladraba nuevamente, ahora con más fuerza que anteriormente.

  • “Ok, ya entendí. A desayunar, dame un segundo”.

Camine pocos pasos a la cocina para preparar nuestros desayunos. La televisión ya encendida en el canal de las noticias daba el matutino:

  • “La estación Quintana. Trágico día para las personas de la zona y del país. Mueren…”

Duque ladro una, dos, tres… diez veces de manera continua y acelerada.

  • “CALLA COÑO! ¡No me dejas oír!”

Sus orejas reposaron hacia atrás, su hocico se volvía más largo y su mirada negra, fija, sumisa se clavaron en mí. Le acaricie la cabeza y continúe por su cuello y el lomo, como siempre hacía para calmarle o simplemente decirle que le perdonaba, aunque se hubiese puesto de malcriado y necio.  La verdad pocas veces lo vi comportarse de esa manera: En ocasiones cuando cachorro, o cuando tuve que viajar por varios días y tuvo que quedarse en casa de unos conocidos donde no tenía mucho espacio, o en épocas de fuegos artificiales. O como en el sueño del que despertaba esta mañana, en el que sentí como iba transparente por un salón, como invitado invisible donde muchos me esperaban y no podían ver que me encontraba entre ellos. Todos menos mi mejor amigo, que apenas me vio no dejaba de ladrar y mover su cola como su manera de anunciarme, y al mismo tiempo exigiéndome. Sin embargo, esta vez había algo más, como si algo le hubiese molestado, asustado, acojonado. Así que hice como todo aquel que no podía resistirse a esa cara dulzona de mojigato, acaté sus órdenes y apagué el televisor.

  • “Contento? Ñoño, pendejo de M…” – Se pego de mi rodilla mientras le de unas palmadas entre sus “beltos” y la quijada.

Unos retozos, un desayuno y una pequeña prensa francesa, y ya todo arreglado. Habíamos hecho del “Bella Mia” nuestra segunda casa. Empezó como un capricho, luego un “pasatiempo” durante los pocos tiempos libres que me tomaba, hasta convertirse en nuestro escondite una semana al mes para estar alejados del tránsito, el ruido y el humo de la ciudad.

El “Bella Mia” era un catamarán 30 de tercera mano, que había adquirido en uno de mis viajes a Miami. Compartía su titulación con el banco gracias a un préstamo que iba a estar conmigo por muchos años. Era de fibra de vidrio, color blanco, incluyendo su vela principal, de trescientos setenta (370) pies cuadrados, y su foque. Tenía cerca de los cuarenta y seis (46) metros cuadrados, con un desplazamiento de seis mil (6000) libras aproximadamente, cómodamente manejable y dos prácticamente nuevos motores, cada uno de “10hp”, que tuve que instalar al momento de comprar. En su interior dos cabinas modestas, una de ellas mi habitación, una pequeña sala, baño y cocina.

Me había acostumbrado a esta vida de ermitaño, hastiado de los lambiscones y oportunistas que frecuentaban mis locales. La gente había cambiado, o quizás había sido yo. Una sociedad que cada vez se adentraban a esto del “selfie”, el Facebook, Instagram, escribe un “tweet” y dame un “like”, el whatsapp, la farándula, el reguetón y “denbow” con su “fuegueo más que perreo” confundido con música, los desfiles, fiestas, colmadones, bocinas, los “the hos”, “the bros”, el “yo! Whazzup” .
Duque y el “Bella Mia” ayudaban a mantener mi cordura. A veces me daba el pensar en unas vacaciones prolongadas, o vender el negocio. Y así, mientras se me daba el pensar, un aroma a jazmín entraba por la ventana y la recordé nuevamente.

  • “Tal vez debí ir tras ella ese día. Quizás debí haber escuchado a mamá. Quizás he sido un imbécil todo este tiempo” – musite mientras miraba a Duque. Me sentí solo. Me sacudí el pelo, tratando de salir del trance y finalmente le dije – “Tampoco te me ofendas, ¿¡eh!?”

El respondió con unos de sus ladridos filosóficos. Puedo jurar que me estaba diciendo que estaba de acuerdo. Yo asentí mientras me alistaba para irnos a la ciudad. Era consciente que estaría tarde, no solo por el deseo que hoy tenía de estar ocioso, sino que primero tenía que pasar hacer una diligencia al centro de la ciudad. Ya había hablado con Manuel para que se encarga de abrir y de revisar el inventario, quien me informaba que Ana Lucia, la contable, ya tenía todo listo para el cierre.

Ya en la cabina de mando, una brisa primaveral jugaba con el agua y el bote, acariciándome el cabello, suspendiéndose de súbito en un silencio ensordecedor como una página virgen abandonada por una mente que quedase en blanco. En segundos ese placentero sentir se convertía en temor y confusión. Las carcajadas de unos niños en la marina me trajeron de vuelta. Note la piel de mis brazos erizarse y un frío inexplicable. El sol empezaba a picar y yo empezaba a preguntarme si era que iba a enfermar, tratando de buscarle algo de lógica a lo sucedido. 

Jean, de piel morena y ojos claros, trabajaba hoy en el bote de mis vecinos. Tenía varias “picotas” con algunos de los propietarios a medio tiempo mientras terminaba sus estudios de mecánica, gracias a la recomendación del Ingeniero general de la marina que conocía a su padre desde hace años y por lo visto, y lo oído, tenía fe en el joven. En mi opinión era de poca disciplina, pero al parecer de cierto talento ya que todos en la marina preferían su labor sobre la competencia local, si el muchacho estaba disponible. Inclusive yo, que, aunque me irritaba lo hablador que era y el desorden que tenía durante los mantenimientos rutinarios impidiéndole a uno transitar por el lugar que tiraba sus herramientas, puedo atestar que siempre me había entregado a tiempo, con una aceptada calidad y al final del día todo quedaba limpio. Me le encontré mientras caminaba en la “dársena”, dándole mantenimiento a las luces de navegación del yate de los González, una pareja retirada que a pesar de su avanzada edad andaban como colegiales por toda la marina y hasta vestían más acordes a la moda de estos tiempos que yo.

  • “Don Javier, ¿cómo esta? Se le perdió algo. Se ve desubicao”
  • “Buen día Jean. Nada, Nada” – decía mientras seguía mirando a mi alrededor – “pero es que no sentiste nada raro, ¿cómo una brisa de repente?”
  • “Yo nada. Pero las brisas son normales cerca del agua, no cree” – decía con una mueca burlona, sus labios carnosos extendidos de un lado dejando ver parte de su dentadura, mientras un hoyuelo se le marcaba en la mejilla derecha – “también las lluvias repentinas y …”

Ya empezaba hablar este parlanchín charlatán que creía que se las sabía todas. Para burlones ya tenía a mi hermano. Levanté mi taza en forma de despedida y le devolví la sonrisa con una sardónica de las mías, y al momento que me dio la espalda mientras buscaba una herramienta seguí mi camino, de regreso a por mis llaves y a cerrar mi “casa flotante”.

… ∞ …