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III

Recuerdo la primera vez que la vi, hace tantos años atrás, en un Noviembre. Era nuevo en la ciudad y en este reconocido recinto estudiantil, donde solo los de la “alta alcurnia”, o algún otro becado, tenían la dicha de estudiar. El lugar tenía fama de conectar a los estudiantes con las mejores universidades locales o internacionales si tu record de notas y tus actividades co-curriculares eran lo suficientemente buenas, por no decir excelentes.

Mis padres me acompañaban para finalizar el papeleo. Mi caso era especial ya que el primer término del año había iniciado. Ellos no eran ricos, pero sumamente trabajadores. Desde esa época hasta el momento de su muerte, cada vez que encontraba la oportunidad, mi padre me recalcaba la misma frase, esa que se quedó conmigo por siempre: “nada en esta vida es regalado, hay que fajarse”.

Logró conseguirme una beca gracias a su trabajo que le permitía tratar con grupos de la alta sociedad. Eso le llevó hasta el subdirector de este recinto, el Colegio Santa Trinidad, unos meses atrás cuando visitaba la ciudad por asuntos de negocios. Allí pasaría los próximos cinco años de mi vida escolar hasta mi graduación.

Salíamos de la oficina para verle acercarse, mis ojos no se permitían pestañear. Creo que puse cara de imbécil ya que ella sonreía, y con ella mis padres. El momento incomodo causado por sus risas tímidas, mas sin disimulo, me sacó del trance.

El subdirector rompía el hielo:
  • “Hola Srta. Lucía”.
  • “Buenos días Sr. Morales. Usted pidió por mí?”
  • “Sí. Armando y sus padres” – dijo acompañado de un gesto de sus manos.
  • “Hola” – su voz melodiosa jugaba con el aire. 
  • “Hola, mucho gusto” – mis padres respondían. 

El ademán de mi mano respondía el saludo mientras mi mirada se encontraba con el suelo.

  • “Por favor llévale al aula que no quiero que sigan perdiendo clase. Introdúcele a los demás y ayúdale a ponerse al día.”

Ese mismo día conocí a Tomás y a Julio, los impertinentes del curso. Les vi molestar a un muchacho delgado, pequeño, en horas del recreo; el mismo que se sentaba en la primera butaca de la fila del centro del aula. Julio le halaba la parte trasera del cuello de la camisa mientras Tomás le rebataba la pizza que acababa de comprar.

La rutina siguió por los próximos dos días y al tercero me le acerque luego del incidente:

  • “Hola, me llamo Armando. Quieres la mitad de este bocadillo. La verdad es que no tengo tanta hambre”.

El, con cierta humedad en sus ojos, y también agradecimiento, respondía, al principio arrastrando las palabras y luego de manera pausada mientras sus latidos llenos de impotencia se calmaban:

  • “Gracias…Me llamo José, pero todos me dicen Pepe.” 


La semana llegaba tranquila para Pepe, y para mí también, que ahora le acompañaba para ayudarle a evitar al par de impertinentes. Le recomendé que tomáramos los bancos cerca de la puerta norte de la Iglesia como nuestro nuevo punto de merendar durante los cuarenta minutos del recreo a lo cual el accedió. Solo pocos eran los que venían a este lado del recinto.


Toda escuela esta segmentada entre grupitos, esta no era la excepción: los populares, los que querían ser como los populares, los “come libros”, los intelectuales, los deportistas, los góticos, los activistas o “luchadores de causas perdidas” como también eran llamados por los populares, los fumadores de hierbas (jocosamente los “super-cool” o “hippies” que aunque no lo hacían dentro de las paredes de la escuela su fama venia de verles en las fiestas), los solitarios y esos que nadie los entiende y que tarde o temprano terminan buscando ayuda de la psicóloga del lugar. Pepe y yo habíamos iniciado un nuevo grupo, los exiliados, ya que habíamos tenido que excluirnos del patio principal, donde al parecer no éramos los únicos; ciertos intelectuales venían aquí a conversar o a leer un libro algunas veces.

El patio principal contaba con una cancha de baloncesto, una cancha de voleibol, dos cafeterías y bancos que se encontraban entre las canchas y cerca de la cafetería, ciertas áreas vacías que los muchachos utilizaban para jugar “pelota de pared”, o simplemente conversar, y un pequeño anfiteatro. El colegio tenía tres años consecutivos siendo el campeón de la competencia intercolegial nacional de baloncesto, una de las metas que se había propuesto la directiva hace cinco primaveras; por lo que los fondos para los deportes eran destinados en su mayoría a este. Hacía par de años que habían terminado de ponerle el techo a la cancha, lo cual el equipo de voleibol agradecía enormemente pues por todo un año habían tenido que compartir su espacio con el equipo de baloncesto, lo cual les reducía el horario de prácticas a más de la mitad. El tablero que daba la espalda a las aulas contaba con un grupo de bancos en forma de gradas escalonadas. Estos eran los asientos de los populares, los cuales también dominaban el territorio del anfiteatro, y uno que otro deportista e intelectual que había logrado ser digno de sentar su trasero en dichas gradas debido a sus cualidades que les permitía estar muy cerca de los “semidioses” del recreo.

La Iglesia era el frente del recinto, a pocos pasos de la puerta principal; localizada en la parte Este dando la cara a la avenida. Contaba con una pequeña capilla en la parte trasera, un balcón que podía alojar un pequeño grupo de “fieles”, los acostumbrados bancos de madera para la congregación dejando el medio libre para el camino del cura y sus monaguillos. En el presbiterio tenía un enorme crucifijo de madera detrás de la sede del sacerdote, del lado derecho del altar se encontraba el ambón donde se hacia la lectura, la cual era proyectada en una pantalla detrás del mismo.  Era una de las más visitadas de la ciudad. Famosa por los sermones del cura, uno de los más carismáticos, enérgico, avanzado para su época; lo cual hacia la ceremonia entretenida. El parqueo no daba abasto durante las horas de la misa, las cuales eran cada atardecer y en los fines de semana se agregaban las de las ocho y las once de la mañana. Mi madre prefería asistir los domingos, a la de las once ya que decía que luego tenía el resto del día para hacer otras cosas en familia.



Pepe había optado por hacer lo mismo que yo y traer su merienda. Íbamos por el área de la cafetería solo cuando era necesario y hoy era uno de esos días pues ambos habíamos olvidado nuestros termos en la casa. Nos extrañamos al no toparnos con el par de “futuros delincuentes” los que siempre merodeaban las zonas de la cafetería para encontrarse con sus víctimas. La fila de espera fue un poco larga y nos tomó casi todo el receso esperar para conseguir un par de gaseosas. Pensábamos que andábamos de suerte pero al final, por más que trates de evitarlo llegan esos momentos en que tienes que enfrentar tus demonios. Como decían mis padres: “es ley de vida”.

Era el último día de la semana cuando nos tropezábamos con ellos a nuestra llegada a las escaleras de la capilla.

  • “Pepito. Dónde te habías metido? Me hiciste falta”. – Tomás dijo. Usualmente hablaba de manera rápida y con un tono más alto de lo normal.
  • “No queremos problemas” – Respondí por él.
  • “Entonces no te metas en lo que no te importa, nuevo.”
Sentí que el aire me faltaba y la saliva se acumuló en mi boca. Luego vino el dolor llevándome al piso al recibir su puño en mi estómago.

  •  “Tomás. Basta!”
La voz de Lucía se escuchaba cerca y segundos luego la sentí pararse a mi lado.

  •  “Quieres que te acuse!? A ver si finalmente te expulsan”. – una de las pocas veces que le vi enfrentarle y hablarle fuerte, firme.
  • “Nos estaremos viendo princesa” – su cinismo brotó de su sonreír y sus palabras y mirada amenazante eran para mí.
  • “Princesa tu padre” – respondí con más miedo que vergüenza mientras todavía seguía de rodillas.

Gracias al timbre, que indicaba el final del receso, y al profesor encargado de esta área que finalmente aparecía llamando a todos a entrar, Tomás paró el trayecto de la punta de su zapato, que de no hacer así, hubiese aterrizado en mi rostro.

Lucía me ayudó a levantarme y su voz en ese ayer, cambiaba a un tono dulce.

  • “Vamos que hay que subir”.

Cerca de la puerta donde se encontraba el profesor sus amigas le llamaban y ella acudió no sin antes asegurarse que estaba ya en pie, regresando el rostro regalándome una sonrisa mientras su cabello bailaba con la brisa y yo quedaba sin palabras – todo un novato en la materia ahora que lo pienso.

Sentí su mano alejarse de la mía, extendí los dedos, los brazos, lo más que pude hasta que finalmente su piel no estaba unida a mí.

Un palmazo en la espalda me sacaba del trance.

  • “Macho, vamos, venga despierta ya. Ten cuidado que Tomás le tiene el ojo desde el año pasado”.



IV


Salí del baño luego de asearme el rostro. Ya la sangre paraba. Aproveché para  cambiar el pañal de Miguel.

Ya sentado en la cafetería pedí un café para ayudar a mis sentidos y ahuyentar al sueño. El niño no perdía el tiempo y empezaba a tomar su fórmula. Miré el reloj en repetidas ocasiones, impaciente. La estación ubicada a solo quince minutos y todavía seguía con la esperanza de que ella llegaría a pesar de todo lo que había sucedido. Como todo un imbécil pensaba por momentos que podíamos salir de ésta, sin más daños a terceros.

La mesa próxima aloja a una pareja de tórtolos que no pueden aguantar su calentura y exhiben sus besos a todos los que poblamos el lugar. A mi derecha un par de ancianas desaprueban entre susurros y movimientos de cabeza la escena de la dicha pareja…par de hipócritas, beatas.

Esta espera continúa y desespera. Miro al pequeño que finaliza su  desayuno y me cambia por momento el humor. En cierta forma envidio su ingenuidad.

La mesa detrás deja caer una taza y el ruido chillón al romperse me sacudió el alma logrando que me levantase bruscamente dejando caer la silla. Finalmente no éramos ignorados, todos los ojos apuntaban hacia mí; hasta las paredes prestaban su atención.

Excusándome levante la silla para sentarme nuevamente. Una joven venia del otro lado del mostrador a limpiar lo ocurrido con una sonrisa en cara y su gesto de encogerse de hombros trataba de alegrarme el momento… y así lo conseguía. Tomé la manta y limpie la barbilla del pequeño Miguel.  Las viejas seguían criticando, los jóvenes besándose y todos los demás a sus asuntos.


Capítulo I & 2: http://carlos-gc.blogspot.ca/2014/03/entre-tazas-rotas-capitulo-1-2.html

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