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Dos cafés, uno en cada mano, con ese aroma tentador en esta mañana en un paraíso caribeño. La marina llena de magnates y mujeres que vivían para la apariencia. Yo caminaba de incognito entre ellos.
Lía me esperaba sentada a unas cuantas mesas de mí. Que hermosa se veía; vestida de blanco con ese enorme sombrero, el cual se quitaba para dejar al descubierto su larga cabellera. Todos decían que ella era demasiada buena para mi… yo les daba toda la razón.
Quería pensar que las cosas podían cambiar, que mi pasado había dejado de perseguirme, que una tregua había sido acordada entre mis demonios. Quizás era ingenuo, algo que a mi edad y con mis experiencias vividas, era algo ya no permitido.
Llegue a donde ella, colocando su taza sobre la mesa, fácil de alcanzar para su delicada mano derecha que descansaba sobre la misma, con una elegancia de toda una joven de sociedad.
El aroma tentador del café desapareció de mis sentidos ante su presencia y seguí el trayecto de su piel desde sus manos hasta su hombro descubierto, notando que su cabello negro y sutilmente perfumado descansaba sobre el otro… la admire un poco más y luego la besé. Ella sonrió y musitó: -“gracias”.
“Por el beso, supongo?” – respondí con una gracia arrogante, típica de un imbécil como yo, mientras me acomodaba.
Ella respondió con esa expresión fuerte, intimidante en sus ojos, atontándome la vida: “no, por el café, tonto”. Concluyendo con una sonrisa y causando en mi una de esas también.
En el cielo ni una nube y la temperatura seguía subiendo. Las palmas quietas, deseando caricias de una brisa que se negaba y esos lujosos “carros acuáticos” aparcaban en el agua serena.
- “Sr. Lorenzo… Srta... Perdone que les moleste, pero es que un Sr. Le andaba buscando”.
- “Hola Serafin. No te preocupes. Qué quería?” – respondí mientras le devolvía la mirada a Lia y continuábamos sonriéndonos como chiquillos.
- “No me dijo, pero le ha dejado esta tarjeta”.
Tomé la tarjeta, invadido por un silencio corto. Intenté no preocuparle mirándola nuevamente, sonriéndole y dándole un sorbo a mi café, que luego de lo ocurrido había perdido todo su sabor.
- “Te dijo algo más?” – pregunte, arrugando un poco mi frente al arquear una de mis cejas… Ella lo notó.
- “Bueno… déjeme ver… que iría por el bar nuevamente a eso de las cinco y que esperaba verle por allá”.
- “Muchas gracias… ve y pásate por donde Felo a tu regreso al bar. Te está esperando para darte las cajas que le encargué. Esta noche esperamos muchos clientes y quiero que tengamos todo listo temprano”.
- “Así lo haré”- respondía aquel que era ya más que mi asistente, se había convertido en mi mano derecha.
Llevaba conmigo desde antes de abrir “El Paraiso” y llegaba a pensar que me conocía más que a mi sombra.
Lia tenía su taza en mano y su vista ya enfocada a los botes, pero sabia que sus oídos seguían cada palabra intercambiada entre Serafin y yo; el cual ya nos había dado la espalda e iniciaba su camino de regreso a los mandados del día.
- “ah, una cosita más” – mencioné con un tono firme.
Serafin se detuvo con su espalda frente a mi y su rostro girado, detrás de su hombro izquierdo, su mirada enfocada al piso.
- “si mi Don?”
- “Podrías pasar por la casa y recoger "la laptop"?”
Afirmó con su cabeza y continuó su camino.
Continuábamos con el desayuno y a repasar nuestros planes del día. Sus padres viajarían a la mañana siguiente y por eso se iba a pasar la tarde con ellos y darían un paseo por el río Chavón. Yo les vería en la noche para la cena, luego de terminar con mis asuntos del bar. Teníamos una fiesta con una de las orquestas locales y las expectativas para el “fiestón” eran prometedoras. Esperábamos “casa llena” con clientes que vendrían no solo por los hoteles de la zona, sino de los provincianos también.
Cruzamos la plaza llegando a uno de los pasillos que llevaban a la cabaña donde se alojaban sus padres. Nos despedíamos, yo tratando de disimular mi distracción, recordando mi previa conversación y la cita no deseada que ocurriría a solo unas horas. Su beso logró calmarme un poco, dejándome la humedad de sus labios en los míos. Le di otro, este en su mejilla…tan cerca de su boca; se había convertido en la forma acostumbrada de decirnos “hasta luego”. A lo cual ella respondía siempre con su sonrisa clara y las palabras: “Hasta lueguito”.
Inicie mi camino en dirección opuesta a ella y me aseguré que la tarjeta que me había sido entregada seguía en el bolsillo. Algunos pasos alejado de ella escuche su voz, lo cual me hizo sentir el recorrido más largo de la gota de sudor de ese día, que inicio por mi frente, cruzo mis mejillas y se dio un paseo por mi cuello mientras se sumergía en el túnel debajo de mi camisa…y continuó un poco más.
- “Renzo” – así me decía a veces, esas cuando uno tiene que preocuparse. – “que curioso…esta mañanita pase por el parqueo, antes de vernos y vi tu camioneta. La mochila de tu computadora se encontraba en el piso del asiento trasero”
Me volví a ella con una sonrisa nerviosa.
- “Si” – titubeé un poco mientras pensaba – “…si…si…es que salí rápido de la casa para verte y se me olvidó ponerla dentro”.
- “ya… date rápido amor que te esperan en el bar y luego me sigues dando excusas o si te animas me cuentas realmente lo que esta pasando y de quien es la tarjeta. Un besito”.
No había terminado de afirmar con la cabeza cuando ya ella había dado la vuelta. Su reto me hizo quererle un poco más.
El bar estaba de “pies a cabeza”. Los equipos y la tarima ya habían sido instalados; pero aun faltaba mucho por hacer: limpieza, decoración, la zona “VIP” que estaba a medio hacer. Una canción sonaba a lo lejos – “cuantas palomas volando hacen un nido” – me reí del cinismo de las letras.
El paraíso, desde que lo había heredado me encontraba tratando de cambiar la imagen del lugar. Le había dado un cambio total a la fachada, un menú mejorado así como un cambio de chef (para ser franco fue sacado a patadas por Serafin luego de que casi quemó la cocina gracias a su amor por la bebida) y recientemente con la introducción de orquestas invitadas todo pareciese que seguiría por buen camino y finalmente lograríamos alcanzar el mismo nivel que los otros bares importantes de la zona.
Ya hasta el personal podía sentir como dejaba de ser un lugar para tragos que le daban sentido a tristeza de borrachos, con canciones que alimentaban a una melancolía bajo luz tenue, la cual muchas veces llevaba a noches complicadas donde el equipo de seguridad tenia que intervenir en conversaciones de golpes iniciadas por un secreto perfumado por el aroma de una mujer prohibida.
Sí, las cosas estaban cambiando, y nuestra clientela iba desde los regulares de la zona, normalmente los hijos de los ricos y “nuevos ricos” dueños de cabañas, yates y palos de golf, hasta los turistas de los hoteles cercanos y, claro, no podían faltar los que venían de Higuey, los provincianos, los que realmente traían la alegría al lugar.
Mas a pesar de todo, luego de esta mañana, mi cabeza no estaba en los preparativos. Me encontraba en mi propio mundo, ignorando las preguntas del personal agitando mi mano hacia ellos, como si me hubiese poseído la prepotencia de un artista de cine lleno de ego. Decidí escaparme dirigiéndome a la oficina cerrándola a portazo. Serafin había puesto la caja en mi escritorio; note que le había quitado el polvo que la había adornado por tanto tiempo.
Por más que quisiese sabía que era solo cuestión de tiempo que necesitaría el contenido de la misma y mis pesadillas se encargaban de recordármelo cada vez que podían. Abrí la caja y saque la pistola, note que le había limpiado también.
Puse la tarjeta de Javier en el escritorio, junto al arma. Las memorias de nuestras andanzas con el equipo llegaron a mi pensar, mas era una vida que había dejado atrás y no deseaba volver a ella… ya no. Pero sabia que esta visita no era algo casual.
- “balas en su lugar, ese muchacho tan eficiente” – musite.
Cargué, sobé, bala en recámara, apunté; todo el ejercicio, algo ya que cuando lo aprendes nunca se olvida; Así con ello regresaron los recuerdos de sangre. Cerré los ojos y ejercité el cuello, liberando un poco la tensión que empezaba ya ha acumularse. Le di un vistazo al reloj de la pared que ya marcaba las cuatro y cuarenta. Se me había ido el tiempo y, con él, el apetito.
Sentí los pasos de Serafin; guardé el arma debajo del escritorio, escondí la caja en la gaveta y saqué dos “Montecristo”; colocándolos cerca del cenicero que solo usaba en ocasiones como esta; cuando uno de “ellos”, del viejo grupo, viniese a por mi; a prestar una “grata” visita. Todavía conservaba el encendedor de Osvaldo, lo tomé; colocándolo junto a los cigarros.
Cinco toques y la puerta se habría con delicadeza.
- “ya llegó el Sr.”
- “Temprano, como siempre” – musité. – “Hazle pasar y tráete un par de vasos y un “Extra Viejo”.
- “Sí, comando”.
Serafin era de la vieja escuela y había estado en el servicio militar local; siendo una forma muy común de llamarles a sus superiores. La mala costumbre de llamar a las personas de esa manera todavía seguía en él.
- “carajo! Llámame por mi nombre” – replique, levantando la vista, clavándosela, exigiéndole corrección.
- “Perdón… Sí mi Don”.
Mis ojos a media asta, agitando mi cabeza lentamente, con una brisa exhalada. – “qué se le va hacer?” – pensé.
Serafin volvió unos minutos más tarde con lo pedido y con Javier.
- “Hola Renzo!” – exclamó.
- “Solo las personas cercanas suelen llamarme así” – respondí dejando el saludo de mano al aire.
- “Después de todo pensé que éramos casi como hermanos” – defendió, acompañado sus palabras con una sonrisa sardónica.
- “Qué quieres Javier?” – Respondiendole mientras buscaba una paciencia no encontrada.
- “Por lo pronto sirvámonos un trago para aligerar la tensión y pásame uno de esos cigarros que no se van a fumar solos”.
Continuaba con su forma carismática que le caracterizaba. Para el que no lo conociese diría que tiene un arte para la conversación, mas yo le conocía bien y sabia que una mejor manera de describir su persona es con el titulo de sinvergüenza.
Me comentaba como el grupo había continuado con sus labores, aun después de mi partida. Que su último trabajo habría de hacerles ricos, tanto para todos retirarse, – palabras que ya había oído antes- mas que todo había sido un chanchullo. Luego de haber entregado lo pedido, fueron a por ellos para silenciarles; y con ellos toda evidencia o cualquiera que podría dar a conocer información relacionada con “los cinco”. Fue la primera vez que escuchaba ese nombre, y desde entonces he maldecido ese momento.
Mencionaba el que nunca habían tratado con “los cinco” de manera directa, sino por intermediarios, ya todos desaparecidos.
- “déjame detenerte ahí, antes que digas algo que me meta en este lio. A qué has venido? Esto nada tiene que ver conmigo”.
- “Lorenzo, que han matado a Miguel” – su rostro casi mostro un poco de simpatía.
Me di un trago que acaricio bruscamente mi garganta. Miguel era el único del grupo en que se podía confiar… era el mejor de nosotros.
- “Además…” – continuo clavándome la mirada, sonriendo… como burlándose de mi, saboreando las próximas palabras que saldrían de su desgraciada boca – “creemos que la familia de tu “noviecita” esta metida en esto hasta el fondo”.
Hizo una pausa, tentándome, probándome, esperando mi reacción.
La sangre empezó a calentarme la sien, le di un último copazo a mi cigarro y con la otra mano; quizás por reflejo o tal vez por deseo, rocé mi arma debajo de la mesa asegurándome de su ubicación.
- “no la metas en esto”
- “yo???…como podría? Mejor pregúntale a su padre” – continuaba inyectando su veneno con cierta sutileza, siempre manteniendo un tono templado.
Sabía que no podía confiar en él y que sus métodos no eran de mi agrado; mas por el momento no había muchas opciones.
- “quita la cara de imbécil y ya dime, qué quieres?” – mi mano dejó el arma y acompañó a la otra para formar un arco y sostener mi barbilla, respiré profundo y le di toda mi atención.
Javier dejó mi despacho pasado de las siete. Apenas me daba tiempo para revisar el lugar antes de mi encuentro con Lia y su familia.
Mire el bar antes de montarme a la camioneta y supe que nada seria igual que antes… por más que tratamos de ocultarnos nuestros demonios siempre han de encontrarnos... y siempre nos prestan su amarga visita.
…
Volví al presente, nuevamente en mi celda, recostado; acariciando su nombre ya marcado en la pared. Habían pasado tres meses desde el día que me trajeron a este lugar.
- “Lorenzo!?”
- “Sí?” – dirigiéndome al guardia de turno.
- “tienes una llamada”
- “Quién?”
- “no sabía que era tu secretaria” – contestó mientras habría mi celda.
Mientras caminábamos por los pasillos un frio me corrió por el cuerpo, algo no andaba bien. Mire de reojo al “agradable” guardia, diciéndole:
- “cambiaron el teléfono de lugar? Que yo sepa no queda por esta zona” – una gota fría se deslizaba por mi frente.
Ni una sola palabra… su silencio me preocupó un poco más y mis puños se apretaban, llenos de ira, anticipación…impotencia.
Entramos a una sala que parecía de interrogación, desconocida para mí hasta este momento.
No me encontraba solo en ella. Alguien sentado me daba la espalda. Sentí la puerta cerrarse detrás de mi.
El individuo dio la vuelta dejando que la luz de la lámpara alumbrara su rostro.
- “Tu!? Hijo de puta… la verdad es que no dejas de sorprenderme”.
Javier respondió:
- “hola Renzo… tranquilo, tranquilo. No te preocupes; te sacaremos de aquí.”
Carlos A.
Confesion de un Inocente Prisionero I